Tentación

Un estudio bíblico de Dietrich Bonhoeffer

«Tentación» («Versuchung») fue un estudio bíblico sobre la sexta petición del «Padre nuestro», que el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) impartió en la aldea de Zingst a los alumnos procedentes del Seminario de Finkenwalde, en el período del 20 al 25 de junio de 1938, un año después de que la Gestapo clausurara este seminario. El título original de este material fue «No nos induzcas en la tentación» («Führe uns nicht in Versuchung»). Su amigo Eberhard Bethge lo publicó póstumamente bajo el actual título, agregando a su vez los correspondientes subtítulos.

Esta traducción al castellano, fue realizada por Sergio Vences y Úrsula Kilfitt, y es parte del libro «¿Quién es y quién fue Jesucristo?», Libros del Nopal, Ediciones Ariel, Barcelona, 1971. También fue editado como libro, bajo el título «Tentación», Editorial La Aurora, Buenos Aires, 1977. La presente edición, que contiene algunas correcciones con base en el original e información añadida principalmente por los editores de las publicaciones alemanas (paréntesis cuadrados), es una iniciativa personal que ha de servir como puente provisorio entre estas discontinuadas publicaciones y una esperada nueva edición y publicación.

© WILFRED FABER, 2009 / Versión: 2.6 (Junio 2011)
Serie de módulos sobre Bonhoeffer:



DIETRICH  BONHOEFFER

TENTACIÓN

«NO NOS INDUZCAS EN LA TENTACIÓN»
Un estudio bíblico sobre la sexta petición del «Padre nuestro»
Opción de «Descargar o imprimir este estudio bíblico»: Al final de esta página (www.no-nos-dejes.blogspot.com). Incluye índice.


CUESTIONES PREVIAS

EL ABANDONO

«No nos induzcas en la tentación». El hombre natural y el hombre ético no pueden comprender esta oración. El hombre natural quiere probar su fuerza en la aventura, en la lucha, en el enfrentamiento con el enemigo. Tal es la vida. «Si no arriesgáis vuestra vida, jamás la ganaréis» [Schiller]. Sólo la vida amenazada por la muerte es una vida ganada. Así lo entiende el hombre natural. Pero también el hombre ético sabe asimismo que sus ideas sólo resultan verdaderas y convincentes al probar y comprobar que el bien sólo puede vivir del mal, que el bien no sería bueno sin el mal. El hombre ético desafía, pues, al mal, ya que su oración cotidiana es: indúceme en la tentación, para que así ponga a prueba la fuerza del bien que está en mí.

Si la tentación fuera realmente lo que el hombre natural y el hombre ético piensan, es decir, la prueba de su propia fuerza —tanto si se trata de la fuerza vital como de la fuerza ética o, incluso, de la fuerza cristiana— frente al obstáculo, frente al enemigo, entonces sí sería incomprensible la oración de los cristianos. Porque el hecho de que la vida sólo se gane contra la muerte y el bien contra el mal, es una noción de este mundo, y el cristiano no la ignora. Pero todo esto nada tiene que ver con la tentación de la que Jesucristo nos habla, en nada atañe a la realidad de que aquí se trata. Porque la tentación de la que nos habla toda la Sagrada Escritura no puede significar, en modo alguno, el hecho de poner a prueba mis propias fuerzas, ya que la esencia de la tentación en el sentido bíblico del término radica en el hecho de que, para espanto mío y sin que yo pueda hacer nada para evitarlo, todas mis fuerzas se alzan contra mí; más aun, en el hecho de que todas mis fuerzas, incluso mis propias fuerzas buenas y piadosas (las fuerzas de la fe), han caído en manos del enemigo y ahora son utilizadas contra mí. He sido despojado, expoliado de mis fuerzas, antes incluso de que pudieran ser puestas a prueba. «Está lleno de congoja mi corazón, me faltan las fuerzas, y aun la misma luz de mis ojos me abandona» (Sal 38, 11). He aquí el carácter decisivo de la tentación del cristiano: estar abandonado, abandonado de todas sus fuerzas —e incluso ser atacado por ellas—, abandonado de todos los hombres, abandonado de Dios mismo. Su corazón se anega en la congoja y cae en la absoluta tiniebla. Él mismo nada es. Su enemigo lo es todo. Dios ha retirado su mano de él, «ha separado de él su mano» (Confessio Augustana, XIX): «por un momento te abandoné» (Is 54, 7). En la tentación, el hombre está solo. Nada le ampara. Por un breve instante, el demonio tiene el campo libre. Pero, ¿cómo ha de enfrentarse con el demonio el hombre abandonado? ¿Cómo puede defenderse de él? Es el príncipe de este mundo quien ahora se yergue contra el hombre. Ha llegado la hora de la caída, de la caída irrevocable, eterna; pues ¿quién podrá arrancarnos de las garras de Satanás?

Una derrota enseña al hombre vital y al hombre ético que sus fuerzas han de acrecentarse todavía para que pueda superar esta prueba. Por eso, su derrota no es nunca irrevocable. En cambio, el cristiano sabe que, en la hora de la tentación, le abandonarán siempre todas sus fuerzas. Por ello la tentación es para él la hora tenebrosa que puede resultar irrevocable. No trata, pues, de confirmar su fuerza, sino que sencillamente ora: «No nos induzcas en la tentación». Porque, en su sentido bíblico, la tentación no significa someter a prueba nuestras fuerzas, sino la pérdida de todas nuestras fuerzas, nuestra inerme entrega a Satanás.


EL INSTANTE DE LA TENTACIÓN

La tentación es un acontecimiento concreto que brota repentinamente en el curso ordinario de la vida. Para el hombre vital la vida entera es un combate, y para el hombre ético cada hora es tiempo de tentación. El cristiano en cambio conoce horas de tentación, que se distinguen de las horas de protección y de gracia en que se halla preservado de la tentación, del mismo modo que el demonio se distingue de Dios. Para él, pues, carece de sentido afirmar, en abstracto, que cada momento de la vida implica una decisión. Porque no puede considerar fundamentalmente su vida si no es en función del Dios vivo. Y el Dios en cuya virtud existe el día y la noche es asimismo el Dios que nos otorga momentos de sed y momentos de solaz. Dios suscita la tempestad y Dios apacigua luego los mares. De Dios proceden los momentos de congoja y de miedo, y de Dios nos vienen los instantes de alegría: «Alberga la tarde llantos, mas viene a la mañana la alegría» (Sal 30, 6). «Todo tiene su tiempo, y todo cuanto se hace debajo del sol tiene su hora. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de herir y tiempo de curar, tiempo de destruir y tiempo de edificar; tiempo de llorar y tiempo de reír... Todo lo hace Dios apropiado a su tiempo» (Ec 3, 1-4.11). Al cristiano no le importa lo que la vida es en sí misma, sino cómo Dios procede con él. Dios me repudia y luego me acoge de nuevo; destruye mi obra y luego la reconstruye. «Yo soy Yahvé, no hay ningún otro. Yo formo la luz y creo las tinieblas, yo doy la paz, yo creo la desdicha» (Is 45, 7).

Así el cristiano vive según los tiempos de Dios y no según su propia concepción de la vida. No pretende hallarse siempre en la tentación y que en todo instante esté a prueba; sino que, en las horas en que se siente preservado, suplica a Dios que no envíe sobre él la tentación.

La tentación se abate de repente sobre el hombre piadoso. «De improviso le asaetean sin temor» (Sal 64, 5), en la hora más inesperada. «Ni aun su hora conoce el hombre... así se enredan los hijos de los hombres en el mal tiempo cuando de improviso los coge» (Ec 9, 12). «Porque de repente se desfoga su ira, y en el día de la venganza perecerás» (Si 5, 7). En esto conoce el cristiano la astucia de Satanás. De repente me encuentro el corazón embargado de perplejidad; de improviso todo es incierto y cuanto hago es absurdo; de pronto recobran vida en mí los pecados de antaño, como si los hubiera cometido hoy, y de nuevo me acongojan y me acusan; de repente mi corazón se siente henchido de profunda tristeza por mí mismo, por el mundo, por la impotencia de Dios respecto a mí; de pronto el hastío de la vida quiere inducirme a un atroz pecado; súbitamente se despierta en mí la concupiscencia, y súbitamente me sobreviene la cruz y empiezo a vacilar. Ha llegado la hora de la tentación, la hora de las tinieblas, la hora de mi inerme entrega a Satanás.


LA NECESIDAD DE LA TENTACIÓN

Pero, ¿no tiene que llegar la hora de la tentación? Y así, ¿no ha de estarnos prohibido orar en estos términos? ¿No deberíamos pedir tan sólo que, en la hora de la tentación —que ha de llegarnos forzosamente—, se nos conceda la fuerza precisa para vencerla? Este pensamiento quiere saber más sobre la tentación que el mismo Cristo y quiere ser más piadoso que quien tuvo que soportar la más dura tentación. «¿No tiene que llegar la tentación?» Sí; pero ¿por qué? ¿Acaso Dios tiene que entregar a los suyos a Satanás? ¿Tiene que conducirlos al abismo de la caída? ¿Tiene que conceder un tan enorme poder a Satanás? Pues, ¿quiénes somos nosotros para afirmar que la tentación tiene que llegarnos necesariamente? ¿Acaso formamos parte del Consejo de Dios? Mas si la tentación tiene que llegarnos efectivamente —en virtud de una necesidad divina, incomprensible para nosotros—, entonces es Cristo, el más tentado de todos, quien nos invita a que oremos contra esta necesidad divina, a que no nos rindamos resignada y estoicamente a la tentación, sino a que huyamos de esa tenebrosa necesidad en la que Dios es condescendiente con el demonio, y a que nos refugiemos en aquella libertad divina en la que el demonio es pateado por Dios. ¡No nos induzcas en la tentación!


LAS DOS HISTORIAS DE LA TENTACIÓN

Tras estas cuestiones preliminares, vamos a referirnos ahora a aquello que constituye el objeto de esta oración: «No nos induzcas en la tentación». Quien enseña a orar así a sus discípulos es el propio Jesucristo, el único que puede saber lo que la tentación significa. Pero, precisamente porque lo sabe, quiere que sus discípulos recen: «No nos induzcas en la tentación». Sólo partiendo de la tentación de Jesucristo podemos comprender lo que es la tentación para nosotros.

A diferencia de lo que haría un libro edificante, la Sagrada Escritura no nos cuenta muchas historias de tentaciones humanas y su superación. En sentido estricto, sólo incluye dos relatos de tentaciones: la del primer hombre y la de Jesucristo, es decir, la tentación que acarreó la caída del hombre y la tentación que condujo a la caída de Satanás. Todas las demás tentaciones que se dan en la vida humana, pueden reducirse a estas dos: o somos tentados en Adán, o somos tentados en Cristo. O bien es Adán el tentado en nosotros, y entonces es cuando caemos, o el tentado en nosotros es Cristo, y entonces es Satanás quien habrá de caer.


ADÁN

La tentación del primer hombre nos sitúa ante el enigma del tentador en el paraíso. Nuestra mirada intenta descifrar lo que en aquel acontecimiento queda, sin embargo, envuelto en el misterio, es decir, el origen del tentador. El episodio del paraíso sólo nos enseña simplemente tres cosas:

1. El tentador está siempre presente allí donde hay inocencia. Sí, el tentador está únicamente presente allí donde hay inocencia, porque, donde hay culpa, ha tomado ya las riendas del poder.

2. La aparición totalmente inmediata del tentador en la voz de la serpiente, la presencia de Satanás en el paraíso —presencia a la que nada justifica ni fundamenta (ni siquiera una metafísica de Lucifer)— determina precisamente su esencia como seductor. Nos hallamos aquí ante aquella contingente e impenetrable subitaneidad de la que antes hemos hablado. La voz del tentador no surge de las profundidades de aquel abismo que conocemos tan sólo como «infierno», sino que oculta perfectamente su origen: emerge de repente a mi lado y me habla. En el paraíso, para dirigirse a Eva el tentador se sirve de la serpiente, que es, evidentemente, una creatura de Dios, y así permanece invisible su procedencia del azufre y del fuego. Esta ocultación de su origen constituye un aspecto esencial del tentador.

3. Para tener acceso a la inocencia, el tentador ha de ocultar su origen hasta el final. Inocencia significa estar pendiente de la palabra de Dios con el corazón puro e indiviso. El tentador ha de presentarse, pues, como mensajero e intérprete de su palabra. «¿Es eso lo que ha dicho Dios? ¿Habéis entendido rectamente a Dios, el Señor? ¿No se esconderá otro significado detrás de sus palabras?» No podemos imaginarnos la indecible angustia que debió inspirar a nuestros primeros padres aquella posibilidad. Ante la inocencia, ante la fe y ante la vida se abren los abismos de la culpa, de la duda y de la muerte aún desconocidas. Esta angustia de la inocencia, a la que el diablo quiere robar su única fuerza, la palabra de Dios, es el pecado de la tentación. Aquí no se trata de entablar un combate para decidirse libremente por el bien o el mal, ya que esto sería el concepto ético de la tentación. Aquí Adán es entregado inerme y sin defensa al tentador. Carece de todo juicio, fuerza y entendimiento propios que le capaciten para luchar contra este adversario. Está completamente abandonado. El abismo se abre bajo sus pies. Sólo una cosa le queda: en este abismo está sostenido por la mano, por la palabra de Dios. Adán sólo puede cerrar los ojos y dejarse conducir y sostener por la gracia de Dios en la hora de la tentación. Pero Adán cae. «¿Es eso lo que ha dicho Dios?» Adán, y con él todo el género humano, se anega en el abismo de esta pregunta. Desde que Adán fue expulsado del paraíso, todos los hombres nacen con esta pregunta que el diablo inscribió en el corazón de Adán. Ésta es la interrogación primera que formula la carne: «¿Es eso lo que ha dicho Dios?» Y, por esta interrogación, toda carne incide en la caída. La tentación de Adán acarrea la muerte y la condenación de la carne.


CRISTO

Pero en la carne del pecado vino a la tierra el Hijo de Dios, Jesucristo, nuestro Salvador. Toda la concupiscencia y todo el miedo de la carne, toda su perdición y todo su alejamiento de Dios se hallaban asimismo en Cristo. «Fue tentado en todo a semejanza nuestra, pero sin pecado» (Heb 4, 15). Al querer socorrer al hombre, que es carne, tenía Cristo que tomar enteramente sobre sí la tentabilidad de la carne. También Jesucristo nació κατά σάρκα [catá sarca] con la pregunta: ¿Es eso lo que ha dicho Dios? — pero sin pecado.

La tentación de Cristo fue más atroz, indeciblemente más atroz que la de Adán, porque éste nada tenía en sí que pudiera conferir al tentador algún derecho y poder sobre él. Cristo, por el contrario, llevaba en sí todo el peso de la carne, maldita y condenada. Y, sin embargo, su tentación habría de redundar más adelante en ayuda y salvación de toda carne tentada.

El evangelio nos cuenta que Jesús fue impulsado por el Espíritu al desierto para que allí le tentara el diablo (Mt 4, 1). No comienza, pues, la historia de la tentación diciéndonos que el Padre proveyó a su Hijo de todas las fuerzas y armas que debían permitirle vencer en la lucha, sino: el Espíritu impulsó a Jesús al desierto, a la soledad, al abandono. Dios despoja a su Hijo de toda la ayuda que los hombres y las criaturas podían proporcionarle. La hora de la tentación deberá encontrar a Jesús débil, solitario y hambriento. Dios deja solo al hombre en la hora de la tentación. Abraham debe estar completamente solo en el monte Moriah [Gén 22]. Sí, el mismo Dios abandona al hombre ante la tentación. Sólo en este sentido se puede interpretar el texto de 2 Cro 32, 31: «Dios, sin embargo, para probarle [a Ezequías] y para que descubriese lo que tenía en su corazón, le dejó»; o bien cuando los salmistas claman insistentemente: «No me abandones, ¡oh Yahvé!» (Sal 38, 22; 71, 9.18; 119, 8). «No me escondas tu rostro... no me rechaces, no me abandones, ¡oh Dios, mi Salvador!» (Sal 27, 9). Esto resulta incomprensible para el pensamiento humano ético-religioso. En la tentación, Dios no se nos manifiesta como el Dios misericordioso y cercano, que nos arma con todos los dones del Espíritu, sino que nos abandona, permanece lejos de nosotros y nos deja solos en el desierto. (Volveremos a hablar de ello más adelante).

A diferencia de la tentación de Adán y de todas las tentaciones humanas, en este caso es el tentador en persona quien se acerca a Jesús (Mt 4, 3). En las demás ocasiones se vale de la creatura. Pero aquí tendrá que combatir él en persona. Con esto se pone de manifiesto que, en la tentación de Jesús, se va a jugar el todo por el todo. El tentador tendrá que recurrir necesariamente a la más perfecta ocultación de su origen. Es posible que Pablo aludiera a esta ocultación del origen de Satanás en la tentación de Jesús, cuando escribió: «El mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Cor 11, 14). No vayamos a pensar que Jesús no reconoció a Satanás; pero lo cierto es que Satanás puso en juego todo su poder de seducción con el fin de provocar la caída de Jesús.

La tentación de la carne

Y después de ayunar cuarenta días en el desierto, al fin Jesús sintió hambre. Entonces se le acercó el tentador. Éste comienza reconociendo en Jesús la cualidad de Hijo de Dios. No le dice: «Tú eres el Hijo de Dios» —¡no puede decirle tal cosa!—, sino que le habla así: «Si eres Hijo de Dios, ahora que tienes hambre di que estas piedras se conviertan en pan». Aquí Satanás tienta a Jesús en la debilidad de su carne humana. Quiere oponer su divinidad a su humanidad. Quiere rebelar la carne contra el espíritu. Satanás sabe que la carne teme al sufrimiento. Pero ¿por qué ha de padecer en su carne el Hijo de Dios? El objetivo que persigue esta pregunta es obvio: si Jesús, en virtud de la fuerza que le confiere su divinidad, se niega a padecer en su carne, entonces toda carne está ya perdida. El camino del Hijo de Dios sobre la tierra habrá llegado a su término. La carne pertenecerá de nuevo a Satanás. Que Jesús responda invocando la palabra de Dios demuestra, en primer lugar, que también el Hijo de Dios está bajo la palabra de Dios y que no puede ni quiere disponer de un derecho propio frente a esta palabra de Dios. Pero esta respuesta demuestra, en segundo lugar, que Jesús quiere atenerse estrictamente a esta palabra de Dios. También la carne está bajo la palabra de Dios, y, si tiene que padecer, incluso entonces es válida esta misma Palabra: ya que, en efecto, «no sólo de pan vive el hombre». Jesús ha salvaguardado en la tentación su propia humanidad y su propia ruta de dolor. Su primera tentación es la tentación de la carne.

La tentación espiritual

En la segunda tentación empieza Satanás como en la primera: «Si eres Hijo de Dios...», pero ahora acentúa aún la tentación aduciendo la misma palabra de Dios contra Jesús. También Satanás puede combatir valiéndose de la palabra de Dios. Jesús tiene que acreditar su filiación divina. Tiene que exigir un signo de Dios. Ésta es la tentación de la fe de Jesús: la tentación del espíritu. Si el Hijo de Dios ha de asumir el sufrimiento de los hombres, que exija entonces un signo del poder de Dios que pueda salvarle en cualquier momento. En su respuesta, Jesús opone una palabra de Dios a otra palabra de Dios, pero de tal modo que de semejante oposición no se sigue una desesperante incertidumbre, sino que la verdad se yergue contra la mentira. Para Jesús, esto equivale a tentar a Dios. Por lo que a Jesús se refiere, quiere atenerse tan sólo a la palabra de su Padre, porque esta palabra le basta. Si anhelara más que esta palabra, entonces habría empezado a dudar de Dios. La fe que exige más que la palabra de Dios, revelada en mandamientos y promesas, se convierte en un tentar a Dios. Porque tentar a Dios significa atribuir a Dios, y no a Satanás, la culpa, la infidelidad y la mentira. Tentar a Dios es la más alta tentación espiritual.

La tentación suprema

La tercera vez Satanás se presenta de un modo distinto: ahora no afirma la filiación divina de Jesús ni esgrime ya la palabra de Dios. Ahora se acerca a Jesús —y esto es lo decisivo— como príncipe de este mundo en la ostentación de todo su poder. Ahora Satanás combate con sus propias armas. Ha desechado todos los disfraces y ocultamientos. El poder de Satanás se yergue abiertamente contra el poder de Dios. Satanás arriesga el todo por el todo. Su oferta es inconmensurablemente grande, bella y seductora; a cambio de ella exige... ser adorado. Exige la abierta apostasía de Dios, apostasía que no tiene ninguna otra justificación sino la grandeza y el esplendor del reino de Satanás. En esta tentación se trata de lograr la definitiva renuncia a Dios, perpetrada con plena lucidez mental, y la sumisión a Satanás. Es la tentación que incita a pecar contra el Espíritu Santo.

Satanás se ha mostrado ahora enteramente como quien es. Por eso Jesús tiene que apostrofarle, herirle en lo más íntimo y rechazarle: «Apártate de mí, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él servirás».

Jesús ha sido tentado en su carne, en su fe y en su señorío divino. Las tres veces se trata de una sola tentación: arrancar a Jesús de la palabra de Dios. Satanás se sirve de la naturaleza de la carne para erigirla contra el mandamiento divino. Si Satanás logra ejercer su dominio sobre la carne de Jesús, entonces ya tendrá a Jesús en sus manos. Si Jesús no quiere atenerse únicamente a la palabra de Dios, si no quiere limitarse a creer, a creer y a obedecer ciegamente, entonces ya no es el Cristo y el redentor de los hombres, los cuales han de hallar su salvación únicamente por la fe en la Palabra. Por eso Satanás ha tentado la carne y el espíritu de Jesús para alzarlos contra la palabra de Dios. La tercera tentación apunta al conjunto de la existencia espiritual y corporal del Hijo de Dios. «Si no quieres partir en dos tu corazón, entrégate a mí enteramente, y yo te haré grande en este mundo por odio contra Dios y te daré poder contra Él.» Así sufre Jesús la tentación de la carne, la gran tentación espiritual y finalmente la tentación suprema, aunque las tres se reducen a una sola tentación contra la palabra de Dios.

La tentación de Jesús no es la lucha heroica del hombre contra los poderes del mal, tal como solemos interpretarla. Al igual que nosotros, Jesús ha sido despojado en la tentación de todas sus fuerzas, se ha sentido abandonado por Dios y por los hombres; atenazado de angustia se ha visto víctima de Satanás, y ha caído en la más profunda oscuridad. No le ha quedado otra cosa que la palabra de Dios, la palabra salvadora que le sostiene, le conduce, combate y vence por Él. En este momento ha comenzado ya la noche de las últimas palabras de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Y esta noche iba a constituir la última y suprema tentación de la carne y el espíritu del Redentor. Pero al asumir Jesús el abandono de Dios y de los hombres, la palabra y el juicio de Dios se han pronunciado en su favor. Al sucumbir, inerme y desvalido, al poder de Satanás, se ha logrado la reconciliación. Fue, pues, tentado como todos nosotros, pero sin que cometiera pecado.

En la tentación de Jesús, lo único que subsiste en realidad es la palabra y la promesa de Dios — no la fuerza propia ni la alegría de combatir el mal, sino tan sólo la fuerza y la victoria de Dios, puesto que la palabra de Dios arrebata a Satanás todo su poderío. La tentación sólo es vencida por la palabra de Dios.

«Entonces le dejó el diablo.» Tal como al principio le había dejado Dios, le deja ahora el tentador — «y se le acercaron los ángeles a servirle». También en el huerto de Getsemaní «se le apareció un ángel del cielo que le confortaba» (Lc 22, 43). He aquí el fin de la tentación: quien ha caído en la mayor debilidad, pero ha sido sostenido por la palabra, recibe de un ángel de Dios la recuperación de todas las fuerzas de su cuerpo, de su alma y de su espíritu.


LA TENTACIÓN DE CRISTO EN LOS SUYOS

LA ACEPTACIÓN DE LAS TENTACIONES

En la tentación de Jesucristo llega a su culminación la tentación de Adán. Así como la tentación del primer hombre significó la caída de toda carne, en la tentación de Jesucristo toda carne fue arrancada del poder de Satanás. Porque Jesucristo se revistió de nuestra carne, padeció nuestra tentación y triunfó de ella. Así todos nosotros llevamos hoy día la carne que, en Jesucristo, venció a Satanás. En la tentación de Jesucristo, también nuestra carne, también nosotros hemos vencido. Porque Jesucristo fue tentado y triunfó de la tentación, todos nosotros podemos orar: «No nos induzcas en la tentación», puesto que la tentación ya vino y fue vencida. Cristo la venció por nosotros. «Considera la tentación de tu Hijo Jesucristo y no nos induzcas en la tentación.» Podemos y debemos estar seguros de que nuestra oración será escuchada, y así debemos acabarla con el «amén», puesto que ya fue escuchada en el propio Jesucristo. Desde ahora nosotros ya no seremos inducidos en la tentación, sino que toda tentación venidera será la tentación de Jesucristo en sus miembros, en su comunidad. Ya no somos tentados nosotros: es Jesucristo quien es tentado en nosotros.

Satanás no pudo provocar la caída del Hijo de Dios, y por ello sigue persiguiéndolo en sus miembros a quienes acosa con todo género de tentaciones. Mas estas tentaciones de ahora no son sino la secuela de las que Jesús padeció en la tierra, porque el poder de la tentación fue ya quebrantado en la tentación de Jesús. Sus discípulos, no obstante, para poder estar seguros del reino de Dios, han de asumir esta tentación, según las palabras fundamentales que Jesús dirigió a todos ellos: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis angustias, y yo dispongo del reino en favor vuestro» (Lc 22, 28 y 29). La promesa no se refiere, pues, a las tentaciones de los discípulos, sino a su participación en la historia y la tentación de Jesús. Las tentaciones de los discípulos recayeron sobre Jesús y las de Jesús redundan en provecho de sus discípulos. Pero participar en la tentación de Cristo significa asimismo participar en la victoria de Cristo. Esto no quiere decir que las tentaciones de Cristo hayan terminado ni que sus discípulos ya no hayan de experimentarlas, sino que las tentaciones que conocerán serán las tentaciones de Jesucristo. Y así Cristo vencerá también estas tentaciones.

La participación de los discípulos en las tentaciones de Jesucristo implica el hecho de que Jesús quiera preservar a sus discípulos de cualquier otra tentación: «Velad y orad, para no caer en la tentación» (Mt 26, 41). ¿Qué tentación amenaza a los discípulos en esa hora de Getsemaní, si no es la de que se escandalicen de la pasión de Cristo, es decir, la de que no quieran participar en sus tentaciones? Jesús reitera, pues, ahora el ruego formulado en el padrenuestro: «No nos induzcas en la tentación». Y eso mismo, en definitiva, es lo que se nos dice en Heb 2, 18: «Pues por haber sufrido Él mismo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados». Aquí no se trata tan sólo del auxilio que puede prestar quien conoce por propia experiencia la miseria y los sufrimientos ajenos; el sentido más auténtico de estas palabras radica en el hecho de que, en mis tentaciones, sólo su tentación constituye una ayuda para mí: mi participación en su tentación es lo único que puede auxiliarme en mi tentación. No he de ver, pues, en mi propia tentación sino la tentación de Jesucristo. En su tentación radica mi socorro, ya que sólo en ella hay victoria.

En la práctica, la tarea del cristiano consistirá, pues, en comprender todas las tentaciones que le asaltan como tentaciones que, en su persona, sufre Jesucristo, y sólo así recibirá ayuda. Pero, ¿cómo sucede esto? Antes de que podamos hablar de las tentaciones concretas de los cristianos y del modo de vencerlas, tendremos que dilucidar quién es el causante de ellas. Porque sólo cuando el cristiano sabe con quién tiene que habérselas en la tentación, puede adoptar la actitud correcta que requiere cada caso concreto.


LOS TRES CAUSANTES

La Sagrada Escritura menciona a los diferentes causantes de la tentación: el diablo, la concupiscencia del hombre y el mismo Dios.

El diablo

¿Qué nos dice la Escritura cuando afirma que el diablo es el causante de la tentación? Pues nos dice:

1. Que la tentación es radicalmente contraria a Dios. Dada la naturaleza misma de Dios, es incomprensible que el hombre se vea tentado por Dios a dudar de la palabra de Dios y a precipitarse en la caída. El tentador siempre es el enemigo de Dios.

2. En la tentación, el enemigo de Dios pone de manifiesto su poder de hacer algo contra la voluntad de Dios. Lo que por sus propias fuerzas nunca podría hacer ninguna criatura, eso lo puede realizar el maligno enemigo de Dios — lo cual significa que la tentación es más poderosa que cualquier criatura. La tentación es la irrupción del poder de Satanás en el mundo de la creación. Si el tentador es el diablo, entonces ninguna criatura puede resistir por sus propias fuerzas a la tentación. Fatalmente tiene que caer. Tan enorme es el poder de Satanás (Ef 6, 12).

3. La tentación es seducción, engaño. Por esto procede del diablo, puesto que el diablo es un mentiroso. «Cuando dice la mentira, habla de lo suyo, porque él es mentiroso y padre del mentiroso» (Jn 8, 44). El pecado es un engaño (Heb 3, 13). El engaño, la mentira del diablo consiste en convencer a los hombres de que pueden vivir sin la palabra de Dios. Suscita en su fantasía el espejismo de un reino de fe, de poder y de paz al que sólo tienen acceso quienes consienten en la tentación, pero les oculta que él, el diablo, es el ser más infeliz y desventurado porque definitiva y eternamente ha sido rechazado por Dios.

4. La tentación procede del diablo, porque aquí el diablo se convierte en acusador del hombre. Toda tentación tiene dos partes: el hombre ha de repudiar la palabra de Dios y, por ello, Dios ha de rechazar necesariamente al hombre, cuyo pecado ha sido puesto de manifiesto por el acusador. Y a esta segunda parte es a la que ahora nos referimos. Veamos la tentación de Job, que constituye el prototipo de todas las tentaciones. Satanás formula la pregunta: «¿Acaso teme Job a Dios de balde? ¿No le has rodeado de un vallado protector a él, a su casa y a todo cuanto tiene? Has bendecido el trabajo de sus manos y ha crecido así su hacienda sobre la tierra. Pero anda, extiende tu mano y tócale en lo suyo, a ver si no te vuelve la espalda» (Job 1, 9 ss). Aquí se manifiesta claramente el sentido de toda tentación: a Job le es arrebatado todo cuanto posee y queda totalmente inerme. La pobreza, la enfermedad, el escarnio y el aislamiento causado por los piadosos, crean a su alrededor la más lóbrega noche. Satanás, como príncipe de este mundo, lo despoja de todo cuanto puede y lo precipita luego en un abandono, en el que a Job sólo le queda Dios. Y precisamente aquí ha de evidenciarse que Job no teme desinteresadamente a Dios, que no ama a Dios por el mismo Dios sino por los bienes de este mundo. Bajo todos los aspectos, Satanás quiere hacer patente que Job no teme a Dios, ni le ama, ni confía en Él por encima de todas las cosas. Así es como toda tentación se convierte en revelación del pecado y como el acusador parece incluso más justo que Dios, ya que ha puesto al descubierto el pecado del hombre. En la tentación, Satanás obliga a Dios a que formule un juicio sobre el hombre tentado.

El diablo se manifiesta, pues, en la tentación como enemigo de Dios, como poder, como mentiroso y como acusador. Para el hombre tentado esto significa que, en la tentación, debe reconocer al enemigo de Dios, debe vencer el poder diabólico contrario a Dios, y debe desenmascarar la mentira. Ya diremos luego cómo se realiza esto en la práctica. Ahora vamos a seguir interrogando.

La concupiscencia

¿Qué dice la Escritura cuando afirma que la concupiscencia del hombre es la causante de la tentación? «No diga nadie al ser tentado: Soy tentado por Dios. Pues Dios ni es tentado por el mal, ni tienta Él a nadie. Cada cual es tentado por su propia concupiscencia, que le atrae y seduce: luego, la concupiscencia, concibiendo, engendra el pecado, y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte» (Sant 1, 13 ss).

1. Quien hace responsable de la tentación a otro que a sí mismo, justifica con ello su caída, porque, si no soy responsable de mi tentación, tampoco lo soy de sucumbir en ella. La tentación entraña culpa en la medida en que la caída no tiene disculpa. Es imposible, pues, imputar la culpa de la tentación al diablo, mas hacer responsable de ella a Dios, eso ya constituye una blasfemia. Aunque esto puede parecer piadoso, en realidad implica la afirmación de que Dios, de un modo u otro, es accesible al mal. En este caso existiría en Dios una dualidad que convertiría en incierta, equívoca y dudosa tanto su palabra como su voluntad. Pero como el mal no tiene lugar en Dios, ni siquiera como mera posibilidad, la tentación al mal no puede ser imputada nunca a Dios. A nadie tienta el propio Dios. Es en mí mismo donde radica el origen de la tentación.

2. La tentación es castigo. El lugar donde se constituye toda tentación es mi concupiscencia. Mi ansia de placer y mi miedo a sufrir me inducen a desatender la palabra de Dios. La naturaleza, hereditariamente corrompida, de la carne constituye el origen de las malas inclinaciones del cuerpo y del alma — y quizá también de que los hombres y las cosas se conviertan ahora en tentación. La belleza del mundo y el sufrimiento humano no son malos en sí mismos ni entrañan tentación alguna; lo es en cambio nuestra concupiscencia, que todo lo convierte en objeto de placer, que por todo se deja arrastrar y seducir, y que así lo transforma todo en tentación. Mientras en el origen diabólico de la tentación quedó patente su objetividad, subrayamos ahora su plena subjetividad. Ambos aspectos son igualmente necesarios.

3. Tampoco la concupiscencia en sí misma me hace pecador. Pero «concibiendo, engendra el pecado, y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte». La concupiscencia concibe cuando yo me uno a ella, es decir, cuando abandono la palabra de Dios que me sostiene. El pecado sólo nace del íntimo contacto y unión de mi «yo» con la concupiscencia. El origen de la tentación radica, pues, en la έπιθυμία [epithumía], la raíz del pecado en mí y sólo en mí. Debo saber, por tanto, que la culpa recae únicamente sobre mí y que sólo yo soy responsable de mi muerte eterna si, en la tentación, sucumbo al pecado. Cierto es que Jesús amenaza con terribles palabras al que tienta al inocente, al que escandaliza «a uno de esos pequeñuelos»: «¡Ay de aquel que tiente a otro a pecar!» — así habla la palabra de Dios a todo tentador. Pero no es menos cierto que sólo tú eres culpable de tu pecado y de tu muerte si cedes a la tentación de tu concupiscencia — así habla la palabra de Dios a todo hombre tentado.

El mismo Dios

¿Qué dice la Sagrada Escritura cuando afirma que el mismo Dios es el causante de la tentación? He aquí la pregunta más difícil y definitiva. Dios no tienta a nadie, nos dice Santiago. Pero la Escritura afirma asimismo que Dios tentó a Abraham (Gén 22, 1), que Israel fue tentado por Dios [(Ex 16, 4; Dt 8, 2; Jue 2, 22, Sal 66, 10)], del mismo modo, Ezequiel fue tentado por Dios (2 Cro 32, 31). David efectuó el censo del pueblo impulsado por «el furor de Yahvé» (2 Sam 24, 1), aunque según 1 Cro 21, 1, fue incitado a ello por «Satanás». También en el Nuevo Testamento la tentación de los cristianos se considera como juicio de Dios (1 Pe 4, 12.17). ¿Qué significa todo esto?

1. La Escritura muestra claramente que, en la tierra, nada puede ocurrir sin el consentimiento y la voluntad de Dios. Incluso Satanás se halla en las manos de Dios. Contra su propia voluntad, se ve obligado a servir a Dios. Cierto es que Satanás detenta un gran poder, pero sólo cuando Dios se lo otorga — lo cual constituye un consuelo para el creyente que se ve acosado por la tentación. Para tentar a Job, Satanás tiene que pedir permiso a Dios. De por sí mismo, nada puede emprender. Por eso, antes de que Satanás salte al ruedo de la tentación, Dios tiene que abandonar al hombre. «Dios, sin embargo, para probarle, abandonó a Ezequías» (2 Cro 32, 31). Podemos repetir ahora todo lo que antes dijimos acerca del total abandono en que se halla el hombre tentado: Dios pone al tentado en las garras de Satanás.

2. La pregunta de los niños: «¿Por qué no acaba Dios, de una vez, con Satanás?», exige una respuesta. Podemos formular esta misma pregunta de otro modo: ¿Por qué tuvo Cristo que ser tentado, por qué hubo de padecer y morir? ¿Por qué Satanás tuvo tanto poder sobre él? Dios deja el campo libre a Satanás en razón del pecado de los hombres. Satanás tiene que consumar la muerte del pecador. Sólo si el pecador muere, puede vivir el justo. Sólo si perece entera y diariamente el hombre viejo, puede resucitar el hombre nuevo. Cumpliendo así su misión, Satanás sirve a los fines de Dios, «que da la muerte y da la vida, que hace bajar al sepulcro y subir de él» (1 Sam 2, 6). Satanás tiene que servir a regañadientes el plan redentor de Dios. A Satanás pertenecen la muerte y el pecado; a Dios, la vida y la justicia. De tres maneras distintas cumple Satanás su tarea en la tentación: induce a reconocer el pecado, hace sufrir a la carne y da muerte al pecador.

a) «Dios, sin embargo, para probarle y para que descubriese lo que tenía en su corazón, le dejó» (2 Cro 32, 31). En la tentación se revela el corazón humano. El hombre reconoce su pecado, que, sin la tentación, nunca hubiera podido conocer, puesto que sólo en la tentación descubre el hombre lo que hay en su intimidad. El pecado salta a la luz del día por obra del acusador, quien, con esto, cree haber logrado la victoria. Pero, precisamente, el pecado que ahora se ha hecho manifiesto puede ser confesado y, por tanto, perdonado. Así, pues, el desvelamiento del pecado forma parte del plan salvífico de Dios para los hombres, al que Satanás ha de servir.

b) En la tentación, Satanás adquiere poder sobre el creyente en cuanto éste es carne. Le atormenta con el señuelo del placer, con el dolor de la privación, con los sufrimientos corporales y espirituales de toda clase que le suscita. Le roba cuanto tiene y, al mismo tiempo, le incita a buscar la felicidad prohibida. Le empuja, al igual que a Job, hasta el borde del abismo, de las tinieblas, donde el hombre tentado sólo se halla sostenido por la gracia de Dios, que él no siente ni experimenta, pero que a pesar de todo es la que le sostiene. Parece como si Satanás gozase de plenos poderes sobre el creyente, pero de nuevo esta victoria se convierte en su total derrota. Porque la muerte de la carne es el camino hacia la vida en el juicio, y cuando Satanás empuja al hombre tentado hacia el vacío absoluto y la total vulnerabilidad, en verdad lo está arrojando directamente en los brazos de Dios. Así, en el furor de Satanás, el cristiano —cual hijo corregido por su padre— reconoce el benigno castigo que nos inflige la gracia de Dios (Heb 12, 4 ss): este juicio misericordioso de Dios [1 Pe 4, 17] es el que nos preserva del juicio de su cólera. Por eso la hora de la tentación se convierte en la hora de la mayor alegría (Sant 1, 2 ss).

c) El postrer enemigo es la muerte, que se halla en las manos de Satanás. El pecador muere. La muerte es su última tentación. Mas, precisamente ahora, cuando el hombre va a perderlo todo, cuando el infierno muestra abiertamente sus horrores, empieza la vida para el creyente. Aquí Satanás pierde definitivamente su poder y sus derechos sobre el creyente. Y nosotros preguntamos de nuevo: ¿por qué Dios deja el campo libre a Satanás en la tentación? En primer lugar, para vencer definitivamente a Satanás. En cuanto da la razón a Satanás, lo aniquila. Así como Dios castiga al impío permitiéndole ser impío, salvaguardando su libertad y su derecho a ser impío, y así como el impío muere a consecuencia de esta libertad suya (Rom 1, 19 ss), así también Dios no aniquila a Satanás por un acto de violencia, sino que es Satanás quien tiene que aniquilarse a sí mismo. En segundo lugar, Dios deja el campo libre a Satanás para así llevar a los creyentes a la salvación. El hombre nuevo sólo puede vivir si reconoce sus pecados, si sufre y muere. Y en tercer lugar, la victoria sobre Satanás y la salvación de los creyentes sólo en Jesucristo son auténticos y verdaderos. Satanás acongojó a Jesús con los pecados, los sufrimientos y la muerte de todos los hombres. Con esto, sin embargo, se acabaron sus derechos. Había expoliado totalmente a Jesucristo, y así lo puso en manos de Dios. Con esto hemos llegado de nuevo a nuestro punto de partida: es preciso que los creyentes aprendan a ver en todas sus tentaciones la tentación que, en ellos, padece Jesucristo y, de este modo, participarán en su victoria.

Pero ¿cómo puede decir la Escritura que Dios tienta a los hombres? La Escritura habla efectivamente de la ira de Dios, cuyo ejecutor es Satanás (2 Sam 24, 1; 1 Cro 21, 1). La ira de Dios se cernía sobre Jesucristo desde la hora de la tentación. Y esa ira se abatió sobre Jesús a causa del pecado de la carne que éste había revestido. Pero cuando la ira de Dios encontró la obediencia —y una obediencia hasta la muerte— de aquel que asumió los pecados del mundo entero, entonces se aplacó su cólera y la ira de Dios empujó a Jesús hacia el Dios de misericordia. La gracia de Dios sobrepujó a su ira y el poder de Satanás fue vencido. Y donde quiera que toda tentación de la carne y toda ira de Dios sean aceptadas obedientemente en Jesucristo, en tal lugar la tentación de Jesucristo es vencida y el cristiano, tras el Dios airado que le tienta, descubre al Dios de misericordia que a nadie induce en la tentación.


LAS TENTACIONES CONCRETAS Y EL MODO DE VENCERLAS

En las tentaciones concretas del cristiano habrá que distinguir siempre la mano del diablo y la mano de Dios, es decir, cuándo en ellas hay que resistir y cuándo es preciso someterse, aunque la resistencia contra el diablo sólo es posible por la entera sumisión a la mano de Dios.

Aclaremos esto detalladamente. Como todas las tentaciones de los creyentes son tentaciones de Cristo en sus miembros, tentaciones del cuerpo de Cristo, hablaremos ahora de ellas analógicamente a como lo hicimos en las tentaciones de Cristo: 1) La tentación de la carne; 2) Las tentaciones espirituales; 3) La tentación última. Para todas ellas es válido lo que se nos dice en 1 Cro 10, 12 ss: «Así, pues, el que cree estar de pie, mire no caiga. No os ha venido tentación que no fuera humana: pues Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes con la tentación os procurará los medios para que podáis resistirla». Con esto se sale al paso, en primer lugar, de toda falsa seguridad, y, después, de todo falso desaliento ante la tentación. Que en ningún momento nadie se crea inmune a la tentación. No hay tentación que en esta misma hora no pueda asaltarme. Que nadie se imagine que Satanás anda lejos de él. «Como león rugiente, vuestro adversario ronda buscando a quien devorar» (1 Pe 5, 8). En esta vida, ni por un momento estamos a salvo de la tentación y la caída. Por lo tanto, no te enorgullezcas cuando veas que los demás tropiezan y caen. Esta seguridad tuya puede trocarse en una trampa. «No te engrías, antes teme» (Rom 11, 20). Sé presto al temor, para que el tentador no haga mella en ti. «Velad y orad para no caer en la tentación» (Mt 26, 41). Velar contra el astuto enemigo y orar a Dios pidiéndole que nos mantenga fieles a su palabra y a su gracia: tal es la actitud del cristiano ante la tentación.

Pero, por otra parte, el cristiano no ha de temer a la tentación. Si ésta le sobreviene a pesar de toda su vigilancia y oración, entonces ha de saber que puede vencerla. No hay tentación que no pueda ser vencida. Dios conoce nuestras fuerzas y no permite que se nos tiente más allá de ellas. Siempre es una tentación humana la que nos asalta: nunca rebasa nuestras fuerzas. Dios mide la carga que cada hombre puede soportar. De esto no cabe la menor duda. Quien se desalienta ante el súbito horror de una tentación ha olvidado ya lo principal, es decir, la certeza de que vencerá aquella tentación, porque Dios nunca permite que sobrepase nuestra capacidad para resistirla. Hay tentaciones a las que tememos en particular porque muy a menudo hemos sucumbido a ellas. Si súbitamente nos asaltan de nuevo, entonces nos damos ya por vencidos de antemano. Pero precisamente estas tentaciones son las que podemos afrontar con mayor calma y serenidad, ya que pueden ser superadas e indefectiblemente lo serán porque Dios es fiel. La tentación ha de encontrarnos humildes, pero seguros de la victoria.


LAS TENTACIONES DE LA CARNE

Vamos a hablar, primero, de la tentación suscitada por el placer y, luego, de la tentación provocada por el sufrimiento.

El placer

El ansia de placer, adormilada en nuestro cuerpo, se desencadena salvaje y repentinamente. Con fuerza irresistible, la concupiscencia se apodera de la carne. Un fuego, en rescoldo, se atiza de pronto. La carne arde y está en llamas. Aquí no hay diferencia alguna entre deseo sexual y ambición, vanidad y deseo de venganza, ansia de gloria, afán de poder, codicia de dinero o, en fin, el inefable deleite producido por la belleza del mundo y de la naturaleza. La alegría que hallábamos en Dios se está apagando en nosotros y ahora la buscamos en las criaturas. En tales momentos Dios se nos torna irreal, pierde toda su realidad, y lo único real es el gozo que nos procuran las criaturas: la única realidad es el diablo. No es que Satanás nos colme ahora de odio a Dios, sino de olvido de Dios. A esta demostración de su poder, se añade luego su mentira. En cuanto se desencadena, la concupiscencia sume en profunda oscuridad el pensamiento y la voluntad del hombre, y así nos es arrebatada la lucidez de discernimiento y de decisión. ¿Será realmente pecado lo que la carne ansia? En este caso, en este momento, en esta mi particular situación, ¿no me estará permitido, e incluso mandado, que satisfaga mis deseos? El tentador me otorga un derecho especial, tal como quiso otorgarlo en el desierto al hambriento Hijo de Dios. Y yo me sirvo de este derecho especial para rehuir a Dios.

En tales momentos, todo se alza en mí contra la palabra de Dios. Las fuerzas del cuerpo, del pensamiento y de la voluntad, que bajo la disciplina de la palabra se mantenían en la obediencia y de las que yo me creía señor, me dan a entender ahora que yo no era dueño de ellas, en absoluto. «Todas mis fuerzas me abandonan», se queja el salmista. Todas se han pasado al enemigo, que ahora las yergue contra mí. Ya no puedo enfrentarme a ellas como un héroe, ya no soy sino un hombre indefenso y sin fuerzas. El mismo Dios me ha abandonado. En estas condiciones, ¿quién puede vencer la tentación?

Nadie más que el Crucificado, Jesucristo mismo, por quien me ocurre todo esto: por hallarse Cristo junto a mí y en mí, la tentación me ha asaltado como le asaltó a Él.

Frente a la señera realidad del placer y de Satanás, sólo existe una realidad más poderosa: la imagen y la presencia del Crucificado. Su poder quebranta el poder de la concupiscencia, venciéndola y reduciéndola a la nada. A la carne se le otorga ahora su derecho y su recompensa, es decir, la muerte. Ahora reconozco que la concupiscencia de la carne no es otra cosa que la angustia de la carne ante la muerte. Siendo Cristo la muerte de la carne y hallándose este Cristo en mí, la carne moribunda se rebela contra Cristo. Ahora sé que, en la tentación de la carne, se patentiza la muerte de la carne. Porque la carne muere, la codicia y la concupiscencia son desencadenadas por ella. Y así, en la tentación de la carne, participo de la muerte de Jesús según la carne. La tentación carnal, que quería arrastrarme a la muerte de la carne, me conduce a la muerte de Cristo, quien muere según la carne, pero resucita según el espíritu. Sólo la muerte de Cristo me salva de la tentación de la carne.

Por esta razón, la Escritura nos dice que huyamos en las horas de la tentación carnal: «Huid de la fornicación (1 Cor 6, 18), de la idolatría (10, 14), de las pasiones juveniles (2 Tim 2, 22), de la corrupción que, por la concupiscencia, hay en el mundo» (2 Pe 1, 4). No existe otra resistencia a Satanás que la huida. Todo intento de combatir la concupiscencia con nuestras propias fuerzas está condenado de antemano al fracaso. Huid — y esto sólo puede significar que huyamos hacia donde nos espera protección y ayuda, que huyamos hacia el Crucificado. Sólo su imagen y su presencia nos pueden ayudar. Aquí vemos el cuerpo crucificado y en él discernirnos el fin de toda concupiscencia; aquí descubrimos plenamente el engaño de Satanás; aquí nuestro espíritu se serena y reconoce al enemigo. Aquí percibo, pues, la perdición y el abandono de mi condición carnal y el justo juicio de la ira de Dios sobre toda carne. Ahora me doy cuenta de que, en este desamparo mío, nunca hubiera podido luchar con mis solas fuerzas contra Satanás, y de que es la victoria de Jesucristo la que ahora redunda en provecho mío. Pero también aquí aprendo la razón de la paciencia (Sant 1, 2 ss) con la que triunfo de todas las tentaciones. Pues ni siquiera contra las de la carne debo rebelarme con presuntuosa actitud, como si yo fuese demasiado superior para tan bajas tentaciones. También en esta circunstancia lo único que puedo y debo hacer es inclinarme bajo la mano de Dios y soportar con paciencia la humillación de tales tentaciones. Así, incluso en la obra mortal de Satanás, discierno el castigo de Dios, tan justo como misericordioso. En la muerte de Jesús hallo un refugio contra Satanás: la doble comunión de la muerte carnal por medio de la tentación y de la vida de espíritu por medio de su victoria sobre ella.

El sufrimiento

Por lo que llevamos dicho resulta evidente que, para el cristiano, la tentación del placer no entraña placer sino sufrimiento. La tentación del placer implica siempre la renuncia al placer, es decir, el sufrimiento. Y la tentación del sufrimiento implica siempre el deseo de liberarse del sufrimiento, es decir, el ansia de placer. De modo que la tentación carnal del placer y la tentación carnal del sufrimiento son, en el fondo, una misma y única tentación.

Vamos a hablar, primero, de la tentación que es, para el cristiano, el sufrimiento en general, es decir, la enfermedad, la pobreza, la miseria en todas sus formas; luego, de la tentación que es, para el cristiano, el sufrimiento por amor a Cristo.

El sufrimiento en general

Si el cristiano se ve afligido por una grave enfermedad, por la más amarga indigencia o por cualquier otro acerbo sufrimiento, ha de saber que en todo ello anda metido el diablo. La resignación estoica, que todo lo atribuye al curso normal y necesario de las cosas, es la autodefensa del hombre que no quiere reconocer a Dios ni al diablo, y nada tiene que ver con la fe cristiana. El cristiano sabe que, en este mundo, el sufrimiento está directamente vinculado a la caída del primer hombre y que Dios no quiere ni enfermedad ni dolor ni muerte. Por eso el cristiano ve en el sufrimiento una tentación de Satanás que pretende separarle de Dios. Por olvidar esto es por lo que brotan del sufrimiento todos nuestros murmullos contra Dios. Mientras en el fuego de la concupiscencia Dios desaparece para el hombre, la congoja de la aflicción nos induce fácilmente a reñir con Dios. En tal caso, el cristiano está presto a dudar del amor de Dios. ¿Por qué permite Dios este sufrimiento? La justicia divina le resulta incomprensible y se pregunta: ¿por qué ha de afligirme precisamente a mí este dolor? ¿Por qué lo he merecido yo? Job es el prototipo bíblico de esta tentación. Satanás le despoja de todo para que así acabe maldiciendo a Dios. Un dolor intenso, el hambre y la sed pueden arrebatar al hombre toda su fuerza y llevarlo al borde del abismo.

¿Cómo supera el cristiano la tentación del sufrimiento? Los últimos versículos del libro de Job nos ayudan a comprenderlo. Ante el sufrimiento que le aflige, Job ha insistido hasta el final en su inocencia y ha rechazado las acusaciones de sus amigos que pretendían situar el origen de sus desgracias en algún pecado oculto, ignorado quizá por el mismo Job. Y así, Job ha abundado en palabras sobre su propia justicia y se ha preciado de ella. Pero después de que Dios se le ha manifestado, declara: «Sí, he hablado de grandezas que no entiendo,... Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y la ceniza» (Job 42, 3.6). Mas la ira de Dios no se enciende ahora contra Job sino contra sus amigos: «No hablasteis de mí rectamente, como mi siervo Job» (Job 42, 7). Así Job se ve justificado ante Dios y, no obstante, se declara culpable ante Él. Ésta es en realidad la solución del problema. Los padecimientos de Job no tienen su razón de ser en una culpa suya, sino precisamente en su justicia. Job es tentado a causa de su piedad. Por tanto, tiene razón al quejarse del sufrimiento que le aqueja como si él fuera culpable. Pero este «tener razón» cesa incluso para el mismo Job en cuanto ya no se enfrenta con los hombres sino con Dios. Ante Dios, incluso el piadoso e inocente Job se confiesa culpable.

Para el cristiano que se halla tentado por el sufrimiento esto significa que puede y debe murmurar contra el dolor siempre que así murmure contra el diablo y afirme su propia inocencia. El diablo ha hecho irrupción en el orden establecido por Dios y ha originado el sufrimiento (como dijo Lutero en la muerte de Lenchen). Pero, ante Dios, el cristiano admite que sus padecimientos constituyen un juicio sobre el pecado de toda carne, pecado que habita asimismo en su propia carne. El cristiano reconoce sus pecados y se confiesa culpable. «Que te sirva de castigo tus perversidades, y de escarmiento tus apostasías. Reconoce y advierte cuan malo y amargo es para ti haberte apartado de Yahvé, tu Dios, y haber perdido mi temor — palabra de Yahvé, tu Dios» (Jer 2, 19; 4, 18). Así, pues, el sufrimiento nos da a conocer nuestro pecado y suscita nuestro retorno a Dios. Y si discernimos en nuestro dolor el juicio de Dios sobre nuestra carne, entonces tenemos sobrada razón para el agradecimiento. Porque el juicio sobre la carne, la muerte del hombre viejo, sólo es el aspecto mundano de la vida del hombre nuevo. Por esto se nos dice en 1 Pedro 4, 1: «Quien padeció en la carne ha roto con el pecado», es decir, todo sufrimiento ha de conducir al cristiano, no a su caída, sino al robustecimiento de su fe. Mientras que la carne tiembla ante el sufrimiento y lo rechaza, el cristiano reconoce en su dolor el dolor de Cristo en él, puesto que Cristo cargó con nuestra enfermedad y asumió en nuestros sufrimientos la ira de Dios contra el pecado. Cristo murió según la carne, y por eso nosotros morimos asimismo según la carne, pues Él vive en nosotros.

De este modo concibe ahora el cristiano su sufrimiento como la tentación que, en él, padece Cristo. Y esto le induce a la paciencia: soporta sosegadamente la tentación y da gracias por ella, porque cuanto más perece el hombre viejo, tanto más se afinca en la vida el nuevo; cuanto más se hunde el cristiano en el sufrimiento, tanto más se acerca a Cristo. Precisamente despojándole de todo fue como Satanás arrojó a Job en el seno de Dios. De este modo el sufrimiento se convierte para el cristiano en murmuración contra el diablo, en reconocimiento de los propios pecados, en justo juicio de Dios, en muerte del hombre viejo y en comunidad con Jesucristo.

El sufrimiento por amor a Cristo

El cristiano ha de padecer los sufrimientos de este mundo igual que los impíos, pero le está reservado en exclusiva un padecimiento que el mundo no conoce: el sufrimiento por amor a nuestro Señor Jesucristo (1 Pe 4, 12.17). También este sufrimiento es para él una tentación (πρòς πειρασμόν [pros peirasmón], 1 Pe 4, 12; cf. Jue 2, 22). Si bien el cristiano puede comprender todos los sufrimientos en general como la secuela del pecado universal de la carne, del que también él participa, ha de resultarle, no obstante, forzosamente extraño el hecho de sufrir en virtud de su justicia, es decir, en virtud de su fe. En rigor es comprensible que el justo sufra a causa de su pecado; pero que tenga que sufrir a causa de su justicia, esto puede llevarle fácilmente a escandalizarse de Jesucristo. Esta tentación resulta aún mucho más grave porque el sufrimiento en general (enfermedad, pobreza, etc.) es inevitable, mientras que el sufrimiento por causa de Cristo cesaría inmediatamente si renegásemos de Él. Se trata, pues, de un sufrimiento en cierto modo voluntario al cual me puedo sustraer. Y esto precisamente es lo que ofrece a Satanás un ancho campo de maniobra. El diablo atiza el hambre de felicidad de la carne e incluso alza contra el cristiano su propia piedad para demostrarle la estupidez e impiedad de su sufrimiento voluntario y sugerirle una solución piadosa y estrictamente personal de su conflicto. Si el sufrimiento inevitable ya es una dura tentación, cuánto más lo será un padecimiento que, en opinión del mundo, de mi carne e incluso de mi pensamiento piadoso, podría ser evitado. Así, la libertad del hombre se alza contra la vinculación del creyente con Cristo.

Ésta es la auténtica tentación que induce a la apostasía. Pero el cristiano no ha de maravillarse de tal tentación, sino que más bien debe comprender que, precisamente en ella, entra en comunión con los sufrimientos de Cristo (1 Pe 4, 13). También en este caso, la tentación del diablo arroja al cristiano en brazos de Jesucristo, el Crucificado. Justo en el momento en que Satanás arrebata al hombre su libertad y la opone a Cristo, se hace magníficamente visible la vinculación del cristiano a Jesucristo. ¿Qué significa esa comunión en los sufrimientos de Cristo? Significa, en primer lugar, alegría (χαίρετε [jaírete], 1 Pe 4, 13). Significa también reconocimiento de la inocencia, siempre que el cristiano sufra como cristiano (ώς Ξριστιανός [hos xristianos], 1 Pe 4, 16). Significa gloria conferida a Dios por mi nombre de cristiano (δόξαζέτω [doxazéto], 1 Pe 4, 16): el cristiano sufre «por Cristo» (Flp 1, 29). Significa también, final y necesariamente, comprender que el juicio de Dios acontece, en primer lugar, sobre los de su propia casa (1 Pe 4, 17).

Este último pensamiento ofrece ciertas dificultades de comprensión. En efecto, ¿cómo el sufrimiento que padezco precisamente en mi calidad de cristiano, de justificado, puede entenderse al mismo tiempo como juicio sobre el pecado? No obstante, la íntima conexión de estos dos pensamientos lo implica y explica todo. Sufrir por Cristo sin discernir en tal sufrimiento el juicio, es mera exaltación. ¿De qué juicio se trata? Del juicio singular que Dios pronunció sobre Cristo y que será pronunciado, al final de los tiempos, sobre toda carne, es decir, el juicio de Dios sobre el pecado. Ahora bien, nadie puede vincularse a Cristo sin que a su vez participe de este juicio de Dios. Esto es precisamente lo que distingue a Cristo del mundo: el hecho de que Cristo asumió el juicio que el mundo desprecia y rechaza. La diferencia no estriba en que haya sido juzgado el mundo y no Cristo, sino en que Cristo, el Inocente, ha cargado con el juicio de Dios sobre el pecado. En este sentido, «pertenecer a Cristo» significa acatar el juicio de Dios. Y esto distingue asimismo el sufrimiento en comunión con Jesucristo del sufrimiento en comunión con cualquier héroe moral o político. El cristiano discierne en el sufrimiento tanto la culpa como el juicio. ¿Qué culpa es esa sobre la que se pronuncia el juicio? Es, siempre, la culpa de toda carne, que también el cristiano asume hasta el fin de su vida. Pero, además, es la culpa del mundo entero en Jesús, que él asume y le hace padecer. Así, el sufrimiento que el cristiano asume en su comunión con Jesucristo se convierte en dolor que representa el dolor del mundo.

Pero, puesto que Cristo se sometió al juicio de Dios, siendo por ello «excluido del juicio» (Is 53, 8), y puesto que los cristianos se someten, en Él, al juicio, se librarán de la futura ira y juicio de Dios. «Si el justo a duras penas se salva (es decir, de la tentación que le acarrea este sufrimiento), ¿qué será del impío y el pecador?» (1 Pe 4, 18). El juicio sobre la casa de Dios es juicio de misericordia para los cristianos, ya que el último juicio, de ira, está reservado a los impíos.

Así, pues, en sus padecimientos por amor a Jesucristo el cristiano reconoce, en primer lugar, al diablo y a su tentación para que reneguemos de Cristo; en segundo lugar, la alegría de poder sufrir por Cristo; y en tercer lugar, el juicio de Dios sobre su propia casa. Sabe que sufre «según la voluntad de Dios» (1 Pe 4, 19) y, en comunión con la cruz de Cristo, comprende la gracia de Dios.


LAS TENTACIONES ESPIRITUALES

Jesús rechazó la segunda tentación de Satanás con las palabras: «No tentarás al Señor tu Dios». Satanás había tentado a Jesús exigiéndole una confirmación visible de su filiación divina, es decir, requiriéndole a que no se diera por satisfecho con la palabra y la promesa de Dios, a que quisiera algo más que la mera fe. Pero Jesucristo repuso que esa exigencia era tentar a Dios, es decir, poner a prueba la fidelidad de Dios, la verdad de Dios, el amor de Dios o, en otros términos, imputar a Dios la infidelidad, la mentira, la falta de amor, en lugar de buscarlos en nosotros mismos. Toda tentación que ataque directamente a nuestra fe en la salvación, nos expone al peligro de tentar a Dios.

Las tentaciones espirituales, con las que el diablo combate a los cristianos, persiguen una doble finalidad: lograr que el creyente caiga en el pecado del orgullo espiritual (securitas) o que se hunda en el pecado de la tristeza (desperatio); ambos, sin embargo, se reducen a un solo pecado: el de tentar a Dios.

Securitas

En el pecado del orgullo espiritual, el diablo nos tienta engañándonos acerca de la seriedad de la ley y de la ira de Dios. Invoca la misericordia divina para insinuarnos que Dios es un Dios misericordioso y no se tomará rigurosamente en serio nuestros pecados. Así despierta en nosotros el deseo de pecar, pues creemos contar con la misericordia divina y nos otorgamos de antemano el perdón de nuestros pecados. El diablo nos garantiza la gracia divina. Nosotros somos hijos de Dios, poseemos a Cristo y su cruz, somos la verdadera Iglesia; por consiguiente, nada malo puede ocurrimos. Dios no tendrá en cuenta nuestro pecado. Lo que conduce a los demás a la perdición, no constituye ningún peligro para nosotros. La gracia nos confiere un derecho especial ante Dios. Pero así nos arriesgamos a cometer el pecado de dar por supuesta la gracia (Jdt 4), puesto que nos decimos: «¿Dónde está el Dios que castiga?» (Mal 2, 17), y: «Declaramos bienaventurados a los soberbios; pues los impíos prosperan; aunque tientan a Dios, quedan impunes» (Mal 3, 15). Tales reflexiones desarrollan una singular negligencia espiritual con respecto a la oración y a la obediencia, de ellas brota la indiferencia hacia la palabra de Dios, y dan origen al acallamiento de la conciencia, al desprecio de la recta conciencia y al naufragio de la fe (1 Tim 1, 19), perseverando entonces el hombre en el pecado no perdonado y acumulando diariamente unos pecados sobre otros. Finalmente, el corazón se endurece y se obstina en el pecado, no teme ya a Dios y se siente seguro ante Él gracias a una piedad hipócrita (Hch 5, 3 y 9!). Ahora ya no hay lugar para el arrepentimiento y la conversión, el hombre ya no puede obedecer. Este camino desemboca en la idolatría. El Dios clemente se ha convertido en un ídolo, al cual sirvo. Pero esto constituye una manifiesta tentación a Dios, la que provoca su cólera.

El orgullo espiritual nace del desprecio a la ley y a la ira de Dios, tanto si creo que ateniéndome a la ley de Dios puedo vivir por mi única piedad particular (justicia de mis obras), como si me adjudico a mí mismo un derecho especial de pecar presuponiendo la gracia (nomismo y antinomismo). En ambos casos tiento a Dios, puesto que pongo a prueba la seriedad de su ira y le exijo, además de la palabra, un signo particular.

Desperatio

A la tentación de la securitas corresponde la tentación de la desperatio, de la tristeza (acedia). Ahora no se pone a prueba ni se ataca la ley y la ira de Dios, sino la gracia y la promesa divinas. Para lograrlo, Satanás despoja al creyente de toda la alegría que le proporcionaba la palabra de Dios, de toda su experiencia de la bondad de Dios, y, en su lugar, le llena el corazón con el terror del pasado, del presente y del futuro. De repente las culpas antiguas, largo tiempo olvidadas, surgen de nuevo ante mí como si hoy las hubiera cometido. Cobra mayor fuerza mi oposición a la palabra de Dios, se hace más viva mi desgana a obedecerla y toda la desolación de mi porvenir ante Dios anega mi corazón. Dios nunca estuvo conmigo, Dios no está conmigo, Dios nunca va a perdonarme, porque mis pecados son demasiado grandes para que me puedan ser perdonados. El espíritu del hombre se rebela, pues, contra la palabra de Dios. El hombre exige una experiencia definitiva, una prueba tangible de la misericordia de Dios. De lo contrario, en su desespero de Dios, se niega a seguir escuchando su palabra. Una posibilidad es que ese desespero va a conducirle al pecado de la blasfemia y de la autodestrucción que culmina en el acto extremo del suicidio, como Saúl y Judas. La otra posibilidad es que el hombre, en su desespero de la gracia de Dios, intentará crearse él mismo el signo que Dios le niega: por sus propios medios y a pesar de Dios, intentará hacerse santo anonadándose por la práctica del ascetismo y ejercicios piadosos, o incluso, por la magia.

Por ingratitud, por desobediencia y por desesperanza, el hombre se obstina contra la gracia de Dios. Satanás exige un signo que acredite su santidad. La promesa de Dios en Cristo ya no le basta. «Y éste es el más duro combate y sufrimiento con que Dios a veces pone a prueba y ejercita a sus santos: suele llamársele desertionem gratiae, porque el corazón del hombre ya no siente sino que la gracia de Dios le ha abandonado y que Dios no quiere saber ya más de él... Pero el corazón humano es difícil de consolar cuando Dios, nuestro Señor, nos somete a tan fuerte presión que se nos quiere salir el alma, se nos arrasan los ojos de lágrimas y la angustia nos cubre de sudor» (Lutero comentando Gén 35, 1).

Cuando, en esta tentación, Satanás opone la palabra de Dios en la ley a la palabra de Dios en Cristo, cuando se convierte en acusador y no permite que el hombre halle ningún consuelo, entonces nosotros hemos de saber:

1. Es el mismo diablo quien, en este caso, invoca la palabra de Dios.

2. No debemos discutir nunca con el diablo acerca de nuestros pecados; sólo con Cristo hemos de hablar de ellos.

3. Debemos objetar al diablo que Jesús llamó a sí, no a los santos, sino a los pecadores, y que nosotros, a pesar del diablo, preferimos seguir siendo pecadores para estar con Jesús que ser santos en compañía del diablo.

4. Debemos reconocer que, en esta tentación, la ira de Dios castiga y pone de manifiesto nuestro propio pecado, empezando por nuestra ingratitud por todo cuanto Dios ha hecho por nosotros: «No olvides lo que Dios ha hecho por tu salvación» [Sal 103, 2]. «El que me ofrece sacrificios de alabanza, ése me honra... a ése le mostraré yo la salvación de Dios» (Sal 50, 23); después, nuestra desobediencia actual, que no quiere arrepentirse del pecado no perdonado ni quiere renunciar a su pecado predilecto (puesto que el pecado predilecto y no perdonado es, para el diablo, la mejor puerta de entrada en nuestro corazón); y, finalmente, nuestra desesperanza, como si nuestro pecado fuera demasiado grande para Dios, como si Cristo sólo hubiera padecido por nuestros pecados livianos y no por los grandes pecados del mundo entero, como si Dios no forjara ya vastos proyectos para mí, como si no me hubiera dispuesto una herencia en el cielo.

5. He de agradecer a Dios su juicio sobre mí, ya que con él me demuestra su inmenso amor.

6. Pero a la vez he de reconocer que es Satanás quien me ha empujado a la suprema tentación que sufrió Cristo en la cruz, cuando clamó: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Ahora bien, el estallido de la ira de Dios marcó la hora de la reconciliación. Y así yo, cuando todo lo pierdo bajo la ira de Dios, oigo entonces aquellas palabras: «Te basta mi gracia: que en la flaqueza llega a su extremo mi poder» (2 Cor 12, 9).

7. Finalmente, en mi agradecimiento por la tentación vencida, sé que no hay peor tentación que la ausencia de toda tentación.


LA TENTACIÓN ÚLTIMA

No es preciso que hablemos extensamente de cómo Satanás repite en los creyentes la tercera tentación a la que sometió a Jesús en el desierto. En este caso se trata de la descarada aparición de Satanás, que intenta separarnos consciente y definitivamente de Dios, prometiéndonos para ello todo el poder y toda la felicidad alcanzables en la tierra si nos postramos ante él y le adoramos. Pero así como las tentaciones espirituales no son experimentadas por todos los cristianos, porque sobrepasarían su capacidad, así también esta última tentación afecta tan sólo a unos pocos hombres. Cristo la sufrió y venció; pero, se puede afirmar que el Anticristo y los άντιχριστοί [antixristoi] han sufrido necesariamente esta tentación y han sucumbido a ella. Allí donde conscientemente, por el espíritu o incluso por la sangre, se ha establecido un pacto con Satanás, allí ha hecho irrupción en el mundo el poder que la Escritura define como pecado temerario. Y para ese pecado, que pisotea y de nuevo crucifica al Hijo de Dios, que ultraja al Espíritu de la gracia (Heb 10, 26 y 6, 6), pecado mortal por cuya remisión no se debe orar (1 Jn 5, 16 ss), pecado contra el Espíritu Santo que no será perdonado (Mt 12, 31 ss). Pero quien ha experimentado y vencido esta tentación, ése ha triunfado, en ella, de todas las tentaciones.


LA LUCHA LEGÍTIMA

Toda tentación es tentación de Jesucristo y todo triunfo es triunfo de Jesucristo. Toda tentación introduce al creyente en la más profunda soledad, en el total abandono de los hombres y de Dios. Pero, en esa soledad, encuentra a Jesucristo, Dios y hombre. La sangre de Cristo, el ejemplo de Cristo y la oración de Cristo son su ayuda y su fuerza. El Apocalipsis dice de los redimidos: «Le vencieron por la sangre del Cordero» (Ap 12, 11). El diablo ha sido vencido, no por el espíritu, sino por la sangre de Jesús. Por eso, en toda tentación, debemos volver nuestra mirada a esa sangre en la que se halla toda nuestra ayuda. A esto se añade la imagen de Jesucristo, que debemos contemplar en la hora de la tentación. «Considerad el fin del Señor» (Sant 5, 11). Su paciencia en el sufrimiento hará morir la concupiscencia de nuestra carne, empequeñecerá el sufrimiento de nuestra carne, nos preservará de toda soberbia y nos consolará en la hora de la desolación. La oración de que Jesucristo habló a Pedro: «Simón, Simón, mira: Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti» (Lc 22, 31), sustituye a nuestra débil oración al Padre celestial, que no permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas.

Sin defensa alguna sufren los creyentes la hora de la tentación. Su amparo es Jesucristo. Y sólo cuando se comprende claramente que la tentación ha de abatirse sobre los hombres abandonados por Dios, se puede hablar al fin de la lucha de los cristianos de la que nos habla la Escritura. Desde el cielo, el Señor da a quien está sin defensa la armadura celeste, que es invisible a los ojos humanos, pero ante la que huye Satanás. El Señor nos arma con la coraza de Dios, Él nos pone en la mano el escudo de la fe, Él nos cubre la cabeza con el casco de la salvación, Él entrega a nuestra diestra la espada del Espíritu. Es la vestimenta de Cristo, la vestimenta de su victoria, con la que Él viste a su comunidad combatiente [Ef 6, 16-17].

El Espíritu nos enseña que el tiempo de las tentaciones no ha terminado aún, sino que a los suyos les espera todavía la más dura tentación. Pero también nos promete: «Porque has guardado la palabra de mi constancia, yo también te guardaré en la hora de la prueba que va a venir sobre el mundo entero, para probar a los habitantes de la tierra. Llegaré pronto» (Ap. 3, 10 ss), y: «Porque el Señor sabe arrancar de la tentación a los piadosos» (2 Pe 2, 9).

Así oramos a nuestro Padre que está en los cielos tal como nos enseñó Jesucristo: «No nos induzcas en la tentación», sabiendo que nuestra oración será escuchada ya que toda tentación ha sido vencida en Jesucristo hasta la consumación de los tiempos. Decimos con el apóstol Santiago: «Bienaventurado el hombre que soporta la tentación, porque al quedar probado recibirá la corona de la vida que el Señor prometió a todos los que le aman» (Sant 1, 12). Y la promesa de Jesucristo nos afirma: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis tentaciones, y yo dispongo del reino en favor vuestro» (Lc 22, 28 ss).


Algunas traducciones y paráfrasis de la sexta petición del «Padre nuestro»


«No nos lleves a la tentación» (Tertuliano, traducción, inducas = lleves)
«No permitas que seamos llevados por el tentador» (Tertuliano, paráfrasis, induci = llevados)
«Y no permitas que seamos llevados a la tentación» (Cipriano, paráfrasis tomada de Tertuliano, induci = llevados)
«No nos dejes caer en la tentación» (Orígenes, paráfrasis)
«No nos lleves a la tentación» (Gregorio Niseno, traducción)
«No permitas que seamos llevados a la tentación» (Ambrosio, paráfrasis tomada de Cip. que la tomó de Ter., induci = llevados)
«Y no nos induzcas en tentación» (Teodoro de Mopsuestia, traducción)
«No nos lleves a la tentación» (Agustín, traducción, eisenegkes = lleves)
«No nos induzcas a la tentación» (Algunos códices mencionados por Agustín, eisenegkes = induzcas)
«No nos dejes caer en la tentación» (Agustín, paráfrasis)
«No permitas que sucumbamos en la tentación» (Agustín, paráfrasis)
«No permitas que consintamos la tentación» (Agustín, paráfrasis)
«No permitas que seamos inducidos a la tentación» (Paráfrasis utilizada por muchos, según Agustín)
«Y no nos lleves a tentación» (Lutero, traducción, führen = llevar, guiar, conducir, dirigir, mandar)
«Y no nos abandones a la tentación» (Romano Guardini, traducción)
«No nos introduzcas en la tentación» (Joachim Jeremias, traducción, me eisenegkes = no nos introduzcas)
«No permitas que caigamos en la tentación» (Joachim Jeremias, paráfrasis)
«No nos introduzcas en tentación» (Santos Sabugal, traducción)
«Y no nos metas en tentación» (Biblia “Reina Valera 1960”, traducción)
«Y no nos dejes caer en tentación» (Biblia “Biblia de Jerusalén”, traducción)
«No nos expongas a la tentación» (Biblia “Dios habla hoy”, traducción)

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